Así que no viniste a despedirte, pero diste por hecho que lo sabía. En parte no te equivocabas, hay un adiós que se repite con un eco macabro e insoportable en mi cabeza. Al fin y al cabo tenías razón: no creías en las promesas, solo en las sonrisas. Y en las miradas. Pero solo las que hacían que las paredes alrededor se volvieran telarañas. Que volvían el mundo una empalagosa pompa de chicle que un día explotó, y no resultó ser más que sangre, la sangre de las palabras que te dije y los poemas que te escribí. Desde que te fuiste no soy la misma. Mis palabras pretenden violar el aire que nos separa y disparar un cañonazo al centro de la espiral de un huracán. El silencio miente por las noches y el ruido no es sino un interminable grito de auxilio. Deseos extraños y noches pervertidas. La piel que se muda. Fantasmas desnudos frente a mí que susurran pidiendo que tu ausencia solo sea una aguja que rasga el horizonte para tapar el sol.
Que mi voz se extinga y solo sea un ahogado zumbido que suene siempre acompañando el compás de tus latidos.
Que la sangre de mis venas se unan a una eterna canción y deje a mi alma respirar por primera vez.
Que el mundo se apague y las estrellas se consuman para hacerme compañía.
Que mis palabras se ahoguen en el cielo, para que no me deje despertar.
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